(addenda a la entrada anterior)
«Ese hombre dice que se siente perseguido, que la soledad no existe y que oye ruidos cuando va a dormir. Ese hombre ha puesto muchos dedos en las llagas de un mundo podrido y sabe que eso se paga, que no queda así. Ese hombre escribe sobre las conspiraciones que se urden a la sombra de grandes naciones en el tiempo actual. Ese hombre está considerado un paranoico, cualquier día lo encierran por armar tanto alboroto y no estaría mal. El hombre que sabía demasiado hoy es un vegetal que babea solo en un jardín callado de un gran hospital.» (autocita)
Una tumba llamada España. Donde sólo están vivos los muertos. Vivos con esa vida espectral de quien murió de muy mala manera y fue despachado a la posteridad bajo la alfombra de juicios rabones y alicortos, más dados a la prestidigitación que a la investigación, con la aquiescencia de una mayoría abyecta desde el minuto cero, siempre dispuesta a delatar a fumadores, a perseguir a transgresores de la corrección política o a procesar a dictadores (eso sí, difuntos) pero no menos lista para bajar la cerviz y mirar hacia otro lado ante todo aquello que pueda poner en riesgo su miserable seguridad, su sórdido confort de piara estabulada. Una tumba llamada España llena de muertos que van por la calle creyéndose vivos, con esa vida ficticia que se construye a base de sobornos, de subvenciones, de enchufes, de metástasis burocrática, de supeditar todo impulso de libre opinión, de independencia de criterio, de decencia, al yugo de la mercadotecnia, de la propaganda, del doble lenguaje, de los sacrificios al Gran Hermano de todo mínimo rasgo de integridad y honradez. Pero, más tarde o más temprano, con esa constante machaconamente spengleriana que supone el ciclo en espiral de la Historia, todo se paga, y a cada piara disfrazada de sociedad le acaba llegando su San Martín.
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