domingo, 25 de febrero de 2018

REVOLUCIONES DE SALÓN: Otro mundo es posible (II) YOUTUBERS

También se podría mirar esta falta de criterio en lo visual desde el punto de vista de las corrientes actuales del arte y del diseño —sean o no sean lo mismo—. La posmodernidad aboga por el eclecticismo y el relativismo como contraposición a la “tradición”. ¿Pero hasta que punto no es una impostura todo lo que rompe con lo anterior a sabiendas, y sin basarse en ella? Fernando Márquez, relativo a esto comenta: «siempre he odiado la postmodernidad por lo que tiene de simulacro. Me parece que una sociedad que se basa en el simulacro está conjurando sus peores demonios.» Si todo lo antiguo es caduco, ¿no lo es acaso toda la tipografía y sus convenciones? Al parecer sí, pero ¿hasta que punto — y ya desde una óptica meramente cotidiano— es eso útil? El diseño tiene una función comunicativa, un uso prosaico, a veces incluso banal, pero si rompemos con lo anterior sin poner una cimentación adecuada ¿no se hundirá como la casa en la arena? El desconocimiento en el profesional o la huida hacia delante, es aún más grave que la del usuario que se cree profesional, pues habiendo tenido al alcance normas de estilo y procesos, las ataca sin una reflexión profunda, tan sólo por el mero hecho de innovar o ser “diferente”. Es la cultura de consumo rápido, de modas pasajeras, de gurús instaurados por algún interés en vender algo, casi siempre humo. No es pues el caldo de cultivo ideal para que la alfabetización visual se desarrolle y que la educación estética llegue a todos, al faltar unos referentes. Vivir en un constante simulacro sólo aportará más desorden en un mundo ya de por sí bastante entrópico. La cultura del “todo vale” ha desarmado el armazón de una eficaz comunicación visual. El arte es libre, sí, pero no a costa de la simulación del arte, a la simulación de la propia vida.



En este opúsculo demasiado específico hablaba de la alfabetización visual en el diseño, pero es extrapolable a cualquier cosa que nos entre por "lo sojo".
En otro orden de cosas, también podríamos hablar de una aparente simulación de la libertad de expresión, desde el punto de vista que el que habla tampoco tiene nada que decir. O sea, nada realmente relevante y/o desestabilizante para el sistema que lo sostiene. Pero en casi todos los youtubers, y eso los salva al menos de ser propagadores de humo, se da una premisa fundamental: su forma de comunicarse no tiene demasiadas lecturas; o sea, no marean la perdiz más allá de metáforas o símiles de andar por casa para un público poco o nada exigente. Bueno, esto es matizable por la existencia de fans y haters, pero desde luego no es algo demasiado premeditado desde el punto de vista intelectual. De ahí su éxito, y que a los no nativos nos resulte poco interesante, vano o incluso desagradable. Pero es que es como si las obras de teatro de fin de curso de párvulos hubiesen sustituido a formatos profesionales y/o artísticos. Es una evolución del DIY, pero sin la —evidente— carga política y ética de una estética determinada. Y eso sí, con una evidente pretensión de vivir de eso, aunque pocos lo consiguen.


viernes, 23 de febrero de 2018

REVOLUCIONES DE SALÓN: Otro mundo es posible (I) El SPEAKSELFIE


Uno de los signos definitivos en los individuales manifiestos de indignación  y egocentrismo era el SPEAKSELFIE o el grabarse a sí mismo con un smartphone o listófono —muchas de las veces conduciendo y/o en el trabajo— denunciando alguna situación que creían injusta o que le podía reportar aplausos, difusión y viralidad. Era un gran ejemplo de manipulación a pequeña escala y populismo de perfil bajo, pero muy eficaz entre los descontentos que se dejaban llevar por la turba y su turbulencia.

No hay que confundirlos con los denominados por aquel entonces youtubers que eran muchos más influyentes en la masa juvenil, pero sus objetivos eran bastante diferentes —enriquecerse, hacer mofa, un camino para huir de la soledad—.

El adicto al speakselfie solía pertenecer a un colectivo del sector público —médicos, profesores, funcionarios—, de la comunicación —blogueros, periodistas, tertulianos— o del sector servicios —transportistas, taxistas—. Una de las divisas fundamentales de este tipo de opinólogos era un supuesto sentido común que solían confundir con lo que pensaban ellos, o creían que pensaba su potencial público.  Los temas eran lugares comunes variados y tendentes a la demagogia: robo de las arcas públicas, asuntos deportivos —sobre todo futbolísticos—, la red de carreteras, noticias coyunturales y paranoias personales.

de Compendio de modos y costumbres de principios de milenio (Ediciones Martínez Roca, 2087)