“La normalidad es una ilusión.
Lo que es normal para una araña
es el caos para una mosca”.
Morticia Addams
De un tiempo a esta parte —supongo
que ha ocurrido desde comienzos del loco siglo XX y ha continuado en el
corriente— los neologismos vacíos han brotado como setas tras la lluvia. El
lampedusismo imperante busca las argucias para vender como nuevo lo antiguo,
como novedoso lo caduco. Parece ser que este término —new normal—surgió a raíz de
la crisis del 2008 y que han ido colocándole el sambenito a un evento planetario
tras otro —hay tantos— con este pegolete, que en inglés tiene nombre de fuente
del Word. La máquina fagocitadora de
terminologías gagás — o sea, lo que es noticiable— necesita eslóganes, consignas,
material que suene fresco, y que oculte un retroceso manifiesto —o simplemente, la
nada— como una adaptación conveniente.
Cuando ocurre, como es este caso, un posible cambio potencial enseguida le
echan palabrejas encima para normalizar. La fuerza de la costumbre mata
cualquier alternativa. Normalizar es homogeneizar. Y dentro lo homogéneo aquí
son los falsos heterodoxos. La imprecisión del lenguaje es tan audaz, que se le
da a los valores relativos el valor de lo absoluto, desmontando cualquier
intento serio de cambio.
¿Y la discordancia? Lo que
sale de la norma sigue siendo una constante universal. No ha cambiado nada, ¿entonces...?
Entonces lo anormal· excepcional·extraordinario·insólito·marginal·irregular·enfermo·degenerado —todos antónimos de la palabra normal— sigue siendo perogrullescamente lo mismo de antes.
Las formas más que el fondo, la teología de lo somero, ese creer que los
filtros de Instragram de nuestra mente harán que parezcamos menos podridos por
dentro. No, hija, no. Por eso la discordancia entre los que no están (estamos) de acuerdo —con un todo global, no con parcelitas de chalet adosado del pensamiento ramplón— sigue siendo la misma. Ayer, hoy, siempre... ¿siempre? Bueno, hasta que el
futuro salvajes nos alcance. Y ese día ya dará igual 8 que 80.
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