No hace mucho soñé con una mujer con un rostro como plasmado por El Greco. Enigmática judía toledana, me atraía a su caserón con trazas de abandono con un algo en ese laberíntico deambular que me hacía pensar en la Venecia de EL PLACER DE LOS EXTRAÑOS pero drenando la humedad adriática en secarral manchego.
Siempre me han atraído las mujeres de El Greco aunque no es fácil hallarlas en la pantalla. Sólo recuerdo con especial impronta dos nombres no demasiado rutilantes en cuanto al ranking de la industria: Elena Alvarez (de fugaz carrera erótica en los años S de la Transición -especializada en roles de fámula complaciente con sus amos-) y Marin Hinkle (Judith, la ex de Alan Harper en DOS HOMBRES Y MEDIO, criatura arriscada y erizada -aunque en la gran pantalla la actriz tuvo algunos momentos, siempre breves, en roles angustiosos y dolientes, muy acordes con sus rasgos-). La Alvarez tenía algo que me hacía pensar oblicuamente en Ana Torroja pero me resulta imposible asociar a la vocalista de MECANO con los misterios femeninos de El Greco: no encuentro en la Torroja la menor traza de misterio sino esa estulticia chillona tan bien ejemplificada en su voz (antimateria de la voz más cargada de carisma de la movida, la nunca suficientemente valorada Kikí D'Akí) y lo más cercano al misterio y a una cierta profundidad lo volcó en SOLO SOY UNA PERSONA (creación del único elemento del trío que parecía aportar un punto de trascendencia e inquietud, José Mª Cano, aunque las alas de sus pulsiones icarianas fuesen rápida y grotescamente cortadas en un mundo galopantemente abocado a la idiotez).
Volvamos al laberinto toledano, tan uno y tan otro con el de Ferrara que vivió en sus mocedades el pintor De Chirico. Los misterios mesetarios del secarral que acogió a Theotocopuli eran en la ciudad italiana enigmas climatéricamente mohosos, abocando a los residentes a un estado de rijo permanente, que el Pintor Optimus (aquel que había ayuntado en presagio paranoico/crítico, a Pinocho con Zaratustra -dos sujetos, por cierto, que a mí también, pero en distintos momentos de mi vida, me impactarían como espejos mágicos de catarsis-) trascendió trocando el apetito libidinal en apetito repostero en los rincones más dulces del ghetto (dulzura ambigua, más coprolítica que jugosa, y litúrgica -más que glotona- porque ingerir esos dulces elaborados hace evos -por su apariencia, al menos- es como "mordisquear la eternidad") así como sublimando el vértigo de contorsiones manicomialmente eróticas por contumaces violaciones rectilíneas de la geometría euclidiana. En esa Ferrara de rijo y enigmas, como hermana cachondona de la formalmente austera Toledo, nuestra virginal antivirgen Elena Alvarez podría haber rodado su gran película definitiva y categórica, aquella que su karma no le permitió jamás abordar, cuyo guión, aunando Toledo y Ferrara, yo imagino escrito desde su atalayesco cigarral por ese polígrafo endocrino que, mientras De Chirico por otros pagos abundaba en las imágenes metafísicas, meditaba devanando la moebiana madeja de conjugar/confrontar a Amiel y a Don Juan, gemelarmente opuestas visiones del deseo (deseo, esa palabra idéntica -salvo por su inicial- a Teseo, el que liberó a Ariadna del laberinto minotaurómaco para mejor encadenarla después a las redes de su ausencia -se fue con los argonautas "a por tabaco" y De Chirico, previamente a su estancia en Ferrara, dejó constancia de ello en varios trabajos-).
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