martes, 23 de julio de 2013

Recuerdos inventados

Todo ha surgido en mi cabeza una mañana de lunes. Esto es un dato irrelevante.
Colocaba los blancos en la imprenta y he empezado a darle vueltas a un poema que escribí hace mucho tiempo. Más que al poema en sí —que era una mezcla de referentes infantiles a las Estepas del Asia Central tamizado por la depresión y la nostalgia— es el tema de lo que trata sobre lo que rumiaba,  que se puede resumir en estos versos de dicho intento poético:
[…]
y me ha hecho recordar
vidas pasadas
reencarnaciones ficticias
de mí mismo.
[…]
En este caso, el recuerdo era real. Colocar los blancos y distribuirlos en los chibaletes es una acción de aprendiz de tipógrafo que de niño era habitual que hiciese. Los sábados por la mañana. Pero mascando, mascando he llegado a recuerdos que no son del todo ciertos, que se mezclan con el mundo del sueño, la leyenda o la mera invención infantil.
Y es lugar común, no nos engañemos, que nos autoengañemos —y valga la redundancia— con este tipo de florituras mentales. Hay poemarios que así se llaman, libros, blog. Recuerdos inventados. No fui el primero, ni el último en utilizar dicha expresión. Para inventar recuerdos no es necesario ser imaginativo, ni fantasioso, sólo que el cerebro quiera copiar o pegar a la carpeta RECUERDOS un archivo nuevo o modificado. Lo puede introducir en cualquier momento, al igual que recordamos cosas de las que nos habíamos olvidado y que estaban debajo de estratos de tiempo y olvido. Los más tendentes a la fantasía, como el menda, pues mezclamos sueños, cosas que se nos ocurren e incluso las que escribimos, que a través de una retroalimentación extraña acaban siendo otra vez puesto en un —figurado— papel. Haciendo un placentero ejercicio de languidez onírica, interiorizamos cualquier chorrada que se nos ocurra en nuestra puta cabeza. Pero aún disfrutando, sabemos que no es verdad; poco importa. Nos regocijamos pensando ―en mi caso― que dormitamos en el Club Diógenes o que recorremos enormes distancias viendo maravillas... abismos insondables, escarpadas cordilleras, animales de bestiario de monasterio o nieves eternas donde moran los terribles Mi-go. Este autoengaño evasivo, no significa una huída de la realidad; es más bien una forma de dar interés a nuestro pasado, aunque nunca confesemos, aunque nos lo guardemos como oro en paño. Es un juego intelectual con nosotros mismos.
(Los) 4 fantásticos ejemplos
Cuando se abusa mucho de esto, del recuerdo inventado, subimos al grado de Antoñita la Fantástica, seres humanos que se regocijan en sus fantasías con delirios de grandeza y grandes dosis de pamplinismo. La mayoría de las veces el síndrome Ana Obregón viene determinado por los deseos de medrar y ascender puestos en la pirámide social. Después hay otros que reinventan pasados para molar más. Simplemente con una exageración aquí, una mentirijilla por acá se les queda el currículum del malditismo muy apañaíco.  Casos tan sonoros como Robert Zimmerman o Charles Bukowski son un ejemplo. En Hollywood lo hacían con muchas de sus estrellas; aunque muchas veces era para tapar más que para fardar; Errol Flynn debe saber en su tumba de lo que hablo ahora. Hasta aquí los recuerdos inventados no son demasiado perjudiciales, o como mucho, a la salud mental del interfecto.

Digo mentirijllas, jijiji
Si echamos el órdago a la grande, la parte negativa de los recuerdos inventados es cuando los inventan por ti cualquier avispado, cualquier régimen sociopolítico, cualquier maquinaria de poder.  ¿Eso es posible? —se preguntarán los más inocentes—  ¿cómo se hace tamaña empresa? Es sencillo. Muy sencillo. El hombre es una especie esponja del autoengaño. Y es el lugar común del que hablaba antes, presentado con una bella etiqueta en el tarrito de las esencias concentradas. Como decía (o dicen que decía) nuestro amigo Josephito G. «una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad». Memorias históricas vendrán, que bueno te harán. Revisionismos locuelos que inventan recuerdos masivos. Es más fácil con la masa, claro. La masa es informe. La gente se lo traga todo;  y las personas, ¡ay, las personas! La mayoría de las veces sienten tal vacío que se cogen a clavos ardientes como la puerta del Infierno. Algunas personas, los más escépticos, lo dudan todo, y hacen bien, pues la duda, como decía Sagan, fue la primera virtud de la Humanidad. O sea, ser desconfiado es una buena disposición. Pero otros, aquellos que creen que piensan por sí mismos porque escudriñan muchos puntos de vista, no hacen sino elegir corrientes únicas de pensamiento encubiertos en libertades de expresión y democráticos discursos timoratos, tratando de enmascarar su odio en mera rivalidad. ¡Con lo bonito que es un buen odio! A esos le meten los recuerdos inventados, los datos inexistentes y lo que nunca ocurrió como verdad absoluta de la manera más tonta. Volvemos a la repetición. Hay quienes pondrían su mano en el fuego por cosas que ni hemos visto, ni constatado, ni son explicaciones lógicas de nada. La reescritura de la historia, que era a lo que se dedicaba nuestro querido Winston Smith en 1984, es un hecho. 
Reescribe, Winston, reescribe,
que para eso soy Richard Burton
Los listos dirán que pasa en Corea del Norte, viendo la paja en el ojo ajeno. La viga en el propio se convierte en razones de pesos y explicaciones de que era necesario para salvar la democracia —esa entelequia que no sabemos lo que es pero que es muy gloriosa y perfecta, y que hemos de velar por ella hasta la última gota de nuestra sangre— del eje del mal. Los que me conocen sabe que la política es una cosa que me repugna hasta unos límites insospechados, pero el ejemplo más palmario de ¡vamos a inventar recuerdos sobre la marcha! fue la denominada Transición Española y el libro al que dio lugar. Un libro que casi nadie ha leído y que es de bien nacidos proteger como si nos fuera la vida en ello: la Constitución. Un libraco que en su versión guapa de pendolista tiene el escudo del águila imperial —otro de esos recuerdos inventados sobre los cimientos de la verdad, eso del Imperio—, y que hoy algunos dirían anticonstitucional. Es tan anticonstitucional que viene en la Constitución. Vale. Y no es que me agrade más o menos tal escudo, pues para mí las banderas y los escudos forman parte de esos recuerdos inventados que deberíamos mover a la Papelera de Reciclaje de nuestra razón. Desconfiar de todo tampoco significa ser conspiranoico, sino aplicar las meras nociones básicas del método científico. Pero nadie es perfecto. Todos caemos en recuerdos que nos han inculcado a través de ese ente difuso llamado tradición, que engloba la idiosincrasia de los pueblos más que sus tertulianos y sus próceres, más que sus libros y jurisprudencias. La gente necesita este artesonado para articular sus vidas sin sentido. Las personas, que aún viendo que la vida no tiene demasiado sentido, acogemos las tradiciones —sobre todo las gastronómicas— de buen grado, pues la tradición, al basarse en la repetición de la costumbre, no deja de ser un recuerdo que se aviva cada día, y al que nosotros le podemos aplicar un poquito de nuestra invención, santificando paellas o simplemente recordando con nostalgia la comida que hacía la gente que no está con nosotros. Aunque si les digo la verdad no sé si eso es invento o realidad, o acaso se encuentra entre los dos mundos, como todos los mitos que en el mundo han sido.
El material con que están hechos los sueños, de tan perfecta.
No, no es un halcón maltés, es un águila anticonstitucional
que viene en la primera página de la Carta Magna.

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