Quizás no debiera, pero me sigue causando estupor el hecho de que ‘Cincuenta sombras de Grey’ siga, fresco y lozano, en las listas de los más vendidos. No entraré en su calidad literaria, porque no encontré rastro alguno de ella (tal vez me faltaban las antiparras adecuadas), pero me gustaría compartir la deliciosa estafa que alberga el libro.
Cuando a uno le gusta leer, corre el riesgo de toparse con alguien que, de buena fe, y con la excusa de “como tú lees tanto”, te regale inopinadamente libros como este. La gente a veces cree que el que lee mucho, o a aquel que le gusta leer, lee de todo: prospectos, consignas en camisetas ajenas, los mensajes ininteligibles de texto que se envían a algunos programas y libros de este jaez.
Lo leí. Sólo el primer tomo de la trilogía. La carga mediática prometía una revolución y una liberación sexual de cuantas mujeres lo leyeran. Es obvio que incumple, pero lo que me dejó perpleja es que, una vez más, lo que se nos vende es exactamente lo contrario a lo que encontramos. La historia perpetúa el tradicional patrón de la mujer que espera a su príncipe azul (nada de liberación, al contrario, ella acepta gustosa ser una mantenida –que no está nada mal, por otro lado-). Además, de revolución sexual, tampoco. Porque Grey es sádico –algo en lo que ni entro ni salgo-, pero ella no es masoquista. Ella acepta sus azotes, y sus palizas, porque lo ama, no porque ella descubra que le gusta ser golpeada y humillada.
En cuanto a la carga erótico-sexual que le sirve de credencial pasaría la censura apta para un novicio. Si realmente hay quien considera que el peso sexual de este libro es grande, no sé qué ocurriría si colocásemos en sus manos a Henry Miller, D. H. Lawrence o Bataille, por citar algunos. Hasta Pedro Mata, tan sicalíptico él.
El último reclamo de este desperdicio de papel es que disfrutaremos de una experiencia única. Ahí ya entramos en un lenguaje más acorde. Porque lo importante es la experiencia, responder al estímulo, aceptar la propuesta. Aunque ésta sea un bluf, una huída, un desfalco en toda regla. La vivencia, que sería esa experiencia convertida en saber, pasada por el cedazo de la conciencia, se destila en pequeñas –o no tanto- dosis de sabiduría. Sabiduría propia, de naturaleza no pretenciosa.
Experiencia. Como artificio. Habló de ello Lipovetsky en ‘El imperio de la efímero’, quien diseccionó que todo cuanto importa en estas décadas de decadencia homínida es cuestión de moda (un término mucho más complejo de lo que simula). Antes, Guy Debord, en su lúcido ensayo ‘La sociedad del espectáculo’, alarmado por la fascinación que suscitaba la representación frente a la realidad, el reflejo antes que el objeto, el tener antes que el ser, retomado por Vargas Llosa (que ensancha el ámbito de influencia al titular ‘La civilización del espectáculo’), y que se atrevió a denunciar el pillaje en el arte (a todos los niveles, sólo hay que recordar recientemente el Premio Ciudad de Burgos, que ganó un tipo que no había pasado el criterio del prejurado pero que era amigo de García Montero, y éste tuvo a bien imponerlo contra viento y marea; García Montero, al que se le llena la boca de dictámenes morales...)
Hay que volver a Heidegger, siempre hay que volver a Heidegger (la conciencia es la llamada del ser a sí mismo), y a la emboscadura jüngeriana, que nos une a lo telúrico, a la benevolencia (querer el bien de) para con uno. Lo demás, sea falso estímulo, artimaña, sucio truco, engaño, destello, lo que no sea la autenticidad de uno mismo (en cuanto a las cosas del campo o del intelecto, las croquetas o el rezo) son sombras nada más...