miércoles, 19 de octubre de 2011

Y, EN EL CENTRO, MARIA...




El señor Pinzolas es un sujeto muy suyo, incorrecto, incorregible (hay que serlo para, a estas alturas de la película -de la película de todos-, focalizar su cámara sobre mí, así, a la brava, sin pinzas en la nariz, sin mascarilla ni guantes quirúrgicos, sin traje de neopreno, vamos, sin ningún tipo de distancia y/o protección como marcan los reglamentos para estos casos). El señor Pinzolas (ignoro si de manera o no premeditada) hace su propia obra por entregas (como Balzac con LA COMEDIA HUMANA o Baroja con las andanzas de su antepasado Aviraneta o Mishima con EL MAR DE LA FERTILIDAD), una obra cuyo motor de luz y claridad es un vórtice volcánico, playero y montañoso llamado La Herradura. Y en el centro de ese vórtice, vórtice del vórtice pudiera decirse, está María. Cuanto más cerca está María de su centro, de su lugar afortunado, más luminosa se la ve. A medida que se aleja, por imperativos de búsqueda de trabajo, de otear el cielo en la tierra, hacia entornos más enormes pero menos auténticos, la luminosidad se torna misterio e inquietud. Nunca sabemos de qué va el señor Pinzolas (en cada uno de sus trabajos alguien lo deja patente con su estupor, sea en castellano o en algún otro idioma) y, sin embargo, vamos empapándonos de la secuencia. Cuando la lejanía de La Herradura es total, transatlántica, hasta María es otra (literalmente) y la vemos, en un marasmo megaurbano con algo del Bosco y de Herzog, reencarnada en joven taxista: la reconocemos por su manera de hablar y porque es el único rayo de luz, el único punto de serenidad, de voluntad de fortuna, en un panorama demoledor y crispado y derrotado. Por supuesto, el señor Pinzolas, fiel a su secuencia, en cuanto puede me orea, me redime de la parada del autobús, de las cucas en la cocina, y me lleva al campo o a ese lucky penthouse que es la oricasa de Ana y, claro, también entra en sus propósitos bendecirme con algunos momentos en ese omphalos suyo de La Herradura. Allí la mirada de María, el vórtice del vórtice, nexo tácito de su obra por entregas, nos espera sin esperarnos, como el lugar en sí, independiente y alerta (única manera de que la independencia sea una categoría y no un pretexto para anunciar muebles suecos). Todo esto es muy raro e inesperado para alguien como yo a estas alturas de la película pero (desde mi añoranza de Altea -otro lugar afortunado, al menos, en mi castillo de la memoria- y desde mi aversión por Almodóvar -sólo desde el marasmo megaurbano se le puede invocar alienada, enajenadamente, como mantra de salvación-) las secuencias que el señor Pinzolas focaliza sobre mí con esa expectativa de culminar en La Herradura bajo la mirada de María, centro del centro, sibila de ese rincón eleusíaco, me resultan promisorias de que los dioses aprietan pero no ahogan.